El fallecimiento a los ochenta y tres años de Luis Calvente ha hecho revivir en quienes lo conocimos muchos recuerdos imborrables. Hemos sentido su muerte, a la vez que comprendemos que su vida ha estado plenamente cumplida, bien gastada en servicio a los demás lleno de entrega y de alegría.
Luis Calvente está vinculado entrañablemente a Altair. Durante muchos años fue una presencia amable, querida por todos porque se hacía querer con su sencillez, con su sentido común y con su extraordinario y sutil humor. Muchos de nosotros tenemos nuestros recuerdos particulares de él, porque a nadie dejaba indiferente. Cuántos servicios prestados, cuántos buenos ratos supo darnos.
Trabajó como conserje en Altair casi desde sus comienzos, a principio de los años sesenta. Vino a Sevilla desde Barbate, su pueblo, donde era barbero. Allí había conocido a algunas personas del Opus Dei y decidió pedir la admisión, por lo que se trasladó a esta ciudad. Todos recordamos la pasión que tuvo por Sevilla. Cuando llegaba la Semana Santa le encantaba enseñar los montajes de fotos y música que hacía, que llegaron a ser famosísimos.
Al poco tiempo de llegar ya había conseguido montar su propio local, pues era un buen profesional, pero lo dejó para hacerse cargo de la Conserjería de Altair. Eran los primeros años del Colegio -que muchos recuerdan como años maravillosos de trabajo, pues todo estaba por hacer-, y él, igual que otros muchos, dedicó ya su vida profesional a sacar adelante esta empresa.
Podría parecer que su puesto de trabajo era secundario, pero ni él ni nadie consideraba que fuese así. Todas sus grandes cualidades humanas las puso muy conscientemente al servicio de los demás, y quienes lo conocimos sabemos que el prestigio que tuvo entre tantas “generaciones” de padres, profesores y alumnos lo consiguió precisamente por eso, por el cariño que puso en todo lo que hacía.
Cuando se jubiló mantuvo el mismo talante. No dejó de venir por el Colegio, y siempre llamaba la atención cómo nos alegraba verle, tan elegante como de costumbre, tan amable y tan ocurrente.
Quien no lo sabía, no se daba cuenta de los achaques que con la edad iba teniendo. Se esforzó mucho en mantenerse activo, y desarrollar con calma tantos intereses como tuvo; llegó a ser un buen fotógrafo, por ejemplo, estimulado por el encanto de las cosas de Sevilla, que tanto valoraba. Hasta su último día no dejó de preocuparse por los demás: falleció al regresar a su casa, después de una larga conversación con un viejo amigo, y de rezar, como era su costumbre, ante el Santísimo expuesto.
Fidel Villegas